Un zapato roto, una blusa rosa, una cartera rasguñada, un dibujo con trazos de niño, algunas joyas, una gorra con las siglas LA, un celular mordisqueado, una tarjeta del Club Calimax, un brassier grisáceo. Cada objeto cuenta una historia inconclusa, arrebatada mientras caminaba hacia un destino soñado.

La mayoría de las personas migrantes fallecieron ahogadas en los ríos, devoradas por los animales del desierto o vencidas por el calor extremo. Sus cuerpos descompuestos fueron encontrados semanas después, por lo que son prácticamente irreconocibles.

Las autoridades estadunidenses esperan que algún día alguien reconozca una pieza dental, un tatuaje, el crucifijo que llevaban el día que intentaron cruzar la frontera o la fotografía cuarteada que cargaban como único tesoros.

Las tierras donde se hallaron 93 por ciento de los cuerpos están en Arizona (458) y Texas (419), estados que forman parte de la principal ruta migratoria donde cada año mueren cientos de migrantes intentando cruzar a Estados Unidos. California (31) y Nuevo México (10) también aportan cadáveres a esta serie de terribles postales.

Las actas de defunción se dividen en dos: por un lado clasifican los cuerpos no identificados, es decir, aquellos que han quedado prácticamente irreconocibles y los cuerpos que simplemente no han sido reclamados.

MILENIO elaboró una base de datos propia con información obtenida del Sistema Nacional de Personas Desaparecidas y No Identificadas del gobierno estadunidense, la cual revela que hay 918 migrantes no identificados, mientras que 21 cuerpos con nombre y apellido aún no han sido reclamados. De 2010 a la fecha, ya suman 939 personas que esperan en las morgues fronterizas.

Las fichas de esas personas sin vida son muy cortas. Apenas un párrafo que cuenta casi nada. Es como si no hubieran tenido paso por la vida y su muerte fuera lo único que merece ocupar espacios en esa hoja a medio llenar.

Sin embargo, la frialdad de los reportes médicos contrasta con lo que acompaña a estas hojas de papel: fotografías de hijos o parejas, objetos que se recuperaron dentro de sus mochilas carcomidas y en las bolsas de sus viejos pantalones de mezclilla o de sus manos casi momificadas. Esas cosas se han convertido en recuerdos que revelan un poco de lo que fue la vida de cada una de esas personas.

Hoy las publicamos con mucho respeto con la intención de ayudar a las familias a su localización.

Las claves postmortem

Entre los restos están los de una mujer que tuvo un nombre pero que hoy se desconoce. Apenas fueron encontrados sus huesos y, según el forense, ella no contaba con más de 30 años de edad. Su ficha explica que fue localizada por la Patrulla Fronteriza en San Miguel, Arizona, un pueblo de 197 personas enclavado en el desierto, que en México, se convierte en Sásabe, Sonora, un cruce migratorio histórico.

No reconocible, sólo partes esqueléticas parciales”, dice un informe que se firmó el 27 de junio de 2021. Si bien esos restos son de poca valía para los análisis médicos, junto con ellos fueron encontradas algunas pertenencias que revelan claves de la mujer: su color favorito era el rosa, rasgo que es posible por la cuidadosa elección de ropa; para el tortuoso viaje que haría por el desierto eligió una camisa rosada de algodón, unas pantaletas rositas y unos calcetines de la Pantera Rosa.

Lo que sí se puede saber es que su camino fue muy largo. A pesar de que eligió unas botas de trabajo Paleo de cuero café, esas que se promocionan como zapato “todo terreno”, fueron encontradas prácticamente destruidas por dentro, como si un animal le hubiera dado mordidas hasta dejar expuesto el algodón interno. No hay más pistas sobre cómo se llama ella ni de dónde partió su travesía.

No reconocible: Descomposición/putrefacción”, dice otro informe médico sobre los restos que encontró la Patrulla Fronteriza en la Nación Tohono O’odham, Arizona, también paso de migrantes. El informe es escueto y tiene coordenadas de localización, cuántas semanas postmortem transcurrieron, que los restos momificados eran de un hombre joven de unos 26 años. Sus manos, por cierto, no fueron recuperadas.

Lo que resultó indestructible incluso al desierto de esos abrasadores días de mayo es lo que lo acompañó durante su viaje. Antes de salir se vistió todo de café, probablemente para camuflarse con el desierto y eligió cuatro pertenencias para su ruta: un bálsamo labial, un peine color rojo, un cortauñas y, dentro de una pequeña bolsa Ziploc, algo que quería proteger por sobre todas las cosas: una biblia pequeña donde iba inscrito lo siguiente:

 “Mi decisión personal de recibir a Cristo como mi salvador confesando a Dios que soy un pecador y creyendo que el señor Jesucristo murió por mis pecados sobre la cruz. Julio Rodríguez. Octubre”.

También caminó mucho. Sus tenis, para poder resistir el calor y el terreno, fueron envueltos en un pedazo de alfombra gruesa.

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